“La escuela industrial mata la creatividad”. Esta frase lapidaría se atribuye a uno de los mayores expertos del mundo en materia de educación, Sir Ken Robinson, autor de los bestsellers “El elemento. Descubrir tu pasión lo cambia todo” y “Escuelas creativas. La revolución que está transformando la educación”. En Terra estamos completamente de acuerdo con esta afirmación. Y por medio de este cuento de Helen Buckley te explicamos por qué.
“Había una vez un niño pequeño que estaba en clase de dibujo creativo. La profesora les informó que había llegado la hora de pintar y el chaval se puso muy contento. Cogió su estuche de colores y empezó a trazar las primeras líneas de lo que iba a ser un coche con alas de color azul y rosa. Su imaginación parecía no tener límites. «¡Un momento!», dijo la profesora. El chico dejó súbitamente los colores en su mesa. «Todavía no he dicho qué vamos a pintar. Hoy vamos a dibujar flores», añadió. Seguidamente el niño empezó a dibujar una flor con forma de cohete y de color arco iris. Pero la maestra volvió a interrumpirle, diciendo: «¡Un momento! Todavía no he dicho qué tipo de flor vamos a pintar.»
El chaval dejó los colores sobre su escritorio y observó cómo la profesora dibujaba en la pizarra una flor roja con un tallo verde. El niño cogió otra hoja en blanco y empezó a copiar la flor pintada por la maestra: roja y con el tallo verde… Los años fueron pasando y el niño fue aprendiendo en cada clase a esperar, obedecer e imitar, haciendo las cosas siguiendo el método que sus diferentes profesores les enseñaban. Sin ser conscientes de ello, cada uno de estos adultos estaba haciendo con sus alumnos lo mismo que sus maestros habían hecho en su día con ellos.
Finalmente, el niño y su familia se mudaron a otra ciudad, y el chaval fue a una escuela nueva. Y durante su primer día de clase, la maestra les preguntó a sus alumnos qué les apetecía hacer, a lo que estos contestaron que querían dibujar. «¡Genial!», exclamó la profesora. Mientras el resto de chicos empleaba su creatividad para dibujar cualquier cosa que se les ocurriera, el chico nuevo se quedó quieto, esperando a que la maestra le dijera qué tenía que dibujar y cómo tenía que hacerlo. Pero ella no decía nada; se limitaba a caminar por el aula, observando con curiosidad y admiración las creaciones de sus alumnos.
De pronto, se dio cuenta de que el nuevo alumno seguía sin tocar su estuche de colores. «¿Cómo es que no dibujas nada?», le preguntó. Y el chaval, sorprendido, le contestó: «Estoy esperando que me digas qué tengo que dibujar.» A lo que la profesora le dijo: «Lo que tú quieras.» El niño se quedó boquiabierto. No se esperaba que tal libertad fuera posible en una escuela. Sin embargo, permaneció quieto. «¿Qué ocurre? ¿Estás bien?», le preguntó la maestra. «Sí, es que no se me ocurre nada.» La profesora, extrañada, trató de motivarlo diciéndole. «A ver, ¿qué es lo que más te gusta?» El chaval, incómodo, le dijo: «No lo sé, la verdad». Y ésta, con mucha delicadeza, insistió: «Dibuja lo que te haga ilusión y te divierta. ¿Qué me dices? ¿Qué te apetece dibujar?»
Y el chaval, incrédulo, le respondió: «No lo sé… ¿Una flor?» Y la maestra, llena de entusiasmo, le contestó: «¡Qué buena idea! A ver, ¿cómo te imaginas esa flor en tu cabeza? ¡Puedes dibujarla con la forma que tú quieras y del color o los colores que más prefieras!» Y el chaval, con un brillo especial en sus ojos, le preguntó: «¿De la forma y del color que yo quiera?» Y la profesora, asintiendo, le dijo con ternura: «¡Por supuesto!» Seguidamente el niño cogió un par de colores y comenzó a pintar una flor roja con un tallo verde.”